Continuación del anterior.
9
La "certidumbre de la vida eterna" es una idea que a todos, alguna vez, en algún lugar y por alguna circunstancia, nos estremece. Es probable que, siendo jóvenes, esa inquietud no exista: entonces no pensamos en la muerte ni en el más allá; simplemente, nos dejamos llevar por el frenesí de la existencia, atendiendo a lo inmediato, lo concreto y, ¿por qué no?, también a lo divertido o baladí.
Sin embargo, con el paso de los años, o mejor dicho, con el peso de los años, de pronto despertamos en la madrugada y "percibimos" de una manera apremiante, perentoria e inconfundible que "tenemos que morir". Entonces, en esas vigilias de ojos muy abiertos en la oscuridad, pensamos en todo aquello en lo que nunca pensamos. Y nos detenemos en figuras y personajes "que fueron" y descubrimos que también nosotros alguna vez seremos recordados o mencionados como "los que fueron".
La descripción que Artemio me dio acerca del Señor tuvo un efecto que yo denomino "mágico": generó en mí la seguridad de que "la otra vida existe" y que no es cuestión de fe ni de creencia. Artemio "ve" al Señor con sus propios ojos. Un Señor que "desciende" a nuestro plano, comparte las inquietudes de nuestra mente y nuestro cuerpo, y "se muestra" físicamente como uno de nosotros. Él "se acerca" sin lugar a dudas: está en el plano de la mente, del cuerpo y de todos los sentidos, pero no los engaña, desfigura ni alucina. Su presencia es tan coherente, concreta y real como la de usted o yo en este mismo momento. Por eso, siento que mi curiosidad es genuina y le pido a Artemio que me refiera punto por punto, minuciosamente, "cómo él ve al Señor".
Y he aquí, transcripto fielmente, lo que fue grabado con testigos y que sinceramente considero un maravilloso "cuadro hablado" del Señor que está aquí, en esta Tierra, verdaderamente encarnado, verdadero hombre, como usted o yo.
Pido respetuosamente al lector que ahora haga un alto en su lectura, eleve su pensamiento y elimine de su ser todo recelo. Esto que sigue no es superchería, invención ni imaginación fantasiosa. ¡Es visión auténtica!
–El Señor me está diciendo que describa lo que veo. Él va a hablar después. Está solito esta noche. Me cuesta expresar lo que estoy viendo... Jesús es siempre el mismo. Está de pie. Es alto, pero no mucho, y bien proporcionado. Viste un pantalón azul, casi como del color del manto de Nuestra Señora. Sí, es azul pastel, pero un poco más oscuro, y a la altura de las rodillas, aparece un tanto desteñido.
Su calzado es algo parecido a sandalias, con dos cruces encima de cada pie, pero se entrevén las heridas claramente, aún después de dos mil años. Las uñas de sus pies están muy bien cuidadas. Las que yo llamo sandalias delatan mucho uso. El cuero está reseco. Y un poco más arriba, las heridas y, debajo de éstas, ¡vellos! ¡Todo tan clarito! Lo que me llama la atención es que normalmente mi vista no llega a tanto, pero ahora no necesito lentes para ver esos vellos. ¡Qué maravilla es ver los pies de Jesús! Me pasaría todo un día mirándolos. Por su posición, podría decir –tomando como referencia las agujas del reloj– que están en las diez y diez. La separación es normal, como la de cualquier persona.
Los pantalones son largos, pero no tanto; sin embargo cubren sus pies en parte. No llego a ver si lleva cinto o qué, debido a lo que cubre su torso...
No sé si puedo denominarla camisa... Parecería de lana, pero es como ya la vi una vez: tipo morley, ignoro si esto es lo preciso, más bien holgada, pero no tanto. Es posible observar nítidamente sus músculos: los de los brazos, pecho y abdomen. A esta última altura, la camisa se halla más floja.
Esa camisa (o chomba tal vez) tiene cuello con un pequeño escote regular (o en "V"); allí apuntan unos vellos no muy negros ni muy largos, que yo ya conozco, pero que ahora distingo muy bien. En el cuello no observo nada especial, y puedo ver tendones bien marcados, entre el tronco y la cabeza: son los de alguien que hizo gimnasia o "movió bien su cuerpo". Quiero decir que su cuerpo no es desmesurado sino atlético.
Su cintura es normal y su espalda relativamente ancha. Los brazos son fornidos, y las manos, muy largas, bellas y, sobre todo fuertes, de nudillos oscuros que muestran que han trabajado mucho. Aparecen a tres cuartos de perfil, lo cual me permite ver las heridas que se hallan tan frescas como la de su corazón. Tiene las manos caídas a ambos lados, más bien hacia su cuerpo y de ninguna manera extendidas con fuerza. O sea, que caen naturalmente. Su color aparece hoy, tal vez porque está de pie, un poquito más oscuro. Y sus heridas... ¡sus heridas brillan un poquito! ¡Observo cómo de ellas mana sangre o linfa!
Los tendones que se elevan desde la altura de sus clavículas son bien pronunciados hasta que "se pierden" cubiertos por su barba ondulada, que está bien cuidada, sin ser partida ni muy puntiaguda. No es muy tupida sino bastante rala. Hacia las puntas se aclara, y debajo del labio deja entrever bastante la piel. Y el fondo de su barba es... más bien castaño oscuro, pero las puntas de los pelos tienden a ser de un color castaño claro.
Su cabello es como lo he visto siempre: largo, aunque no sé hasta donde llega porque se halla un poquito encima de las orejas. Es decir, si uno lo mira de frente, no parecería tener el cabello tan largo, pero detrás sí, con seguridad, porque pasa detrás de sus orejas. Estas son muy delicadas, ni grandes ni chicas. Su aspecto en general es el de ¡un varón de pura cepa!
Su erguido porte nada tiene de desafiante. Su caja torácica es grande, como la de quien respiró bien, mucho y a fondo. Y su rostro, como siempre... ¡es tan bello! ¡No, me rectifico: es hermoso, esplendoroso, glorioso! Se parece al Jesús de la Misericordia. A esta altura advierto que sus pómulos, bien marcados, no tienen rastros de barba, la cual aparece un poquito más abajo. ¡A diferencia de Nuestra Señora, a quien suelo ver tenuemente velada por una finísima niebla, percibo con total nitidez la cara de Jesús!
Su nariz es recta. Ni grande ni chica. Normal. Su frente, un poco más clara que los pómulos o el cuello, es ancha sin exageración, con el cabello peinado hacia atrás. No hay asomos de entradas en sus sienes.
El Jesús que he visto y estoy viendo es trigueño, pero con un matiz rosado. Su rostro es el de un hombre vital, seguro, fuerte, triunfador y convencido de lo que hace. ¡Qué prestancia arrolladora!...
Y ahora observo lo más hermoso de todo: como detrás de un cristal, un poco más oculto está ¡su corazón! No es de un rojo intenso sino de un rosado intenso. El corazón de Su Madre es más oscuro siempre; siempre lo he visto más oscuro. Sin embargo, si yo tuviera que definir el color del corazón de Jesús, no lo encontraría para enmarcarlo con exactitud. Lo que ciertamente noto (apenas, un poquito) son las rugosidades de las coronarias. Es como si estuviera viendo el corazón detrás de una transparencia. Lo aclaro: es como si Él quisiera que su corazón se viera... pero detrás de una transparencia.
Ahora... salen rayos de todo su cuerpo; no muy apiñados sino más bien separados unos tres centímetros uno del otro. Sin embargo, a causa de sus resplandores, esas radiantes "lucecillas" se funden, abarcando no más de unos cincuenta centímetros, o tal vez cuarenta. Unos rayos son, en tal proporción, más largos y otros, más cortos. Todos emanan de su cuerpo, pero en especial, de su torso y su cabeza.
Observo bien y advierto que de la cabeza parecería manar, en medio de esas "luces", un resplandor más acentuado que a primera vista parecería una corona pero no lo es.
En esto existe una diferencia respecto del aura que muchas personas ven. Lo que yo estoy viendo no es una luminosidad que se esparce alrededor de una persona sino que son nítidamente rayos. Los que salen de su torso intento definirlos como de un rojo oscuro, pero no es así. Contemplo una sangre aparentemente un poco seca: no es negra ni mucho menos, y tampoco de color rojo muy oscuro.
Los rayos de la zona de su cabeza son blancos con tenues tintes amarillos; sin embargo, me cuesta distinguirlos claramente y, entre todos esos blancos y amarillos combinados, percibo algún destello celeste.
Esos rayos guardan tan extraordinarias y equilibradas proporciones –más acentuados en torso y cabeza, y un poco menos en los miembros inferiores– que en nada desentonan ni se contraponen sino que permiten que el tronco y la cabeza se destaquen.
El pantalón, sin ser estrecho, es bastante ajustado. No me atrevo a decirle al Señor que se dé vuelta. Me basta con que él se muestre tal cual es, así, naturalmente, y así veo que su pantalón tiene bolsillos que parecen "remarcados" como con puntadas. En la zona de los genitales no delata prominencia alguna, pero resulta evidente que los órganos están. ¡Y quien está ante mí es claramente un hombre!
Perfilándose tras la figura del Señor hay un espectáculo maravilloso. Allí los rayos se van disipando y flota una niebla transparente que permite ver edificios altos, uno de ellos con una torrecilla aguzada y con ventanas que, más que reales, parecen dibujadas. También en forma difusa alcanzo a observar cohetes interplanetarios que van ascendiendo... Todo esto es muy difuso, sin que en ningún momento disminuya la digna imagen del Señor.
Detrás hay montañas y valles... ¡e incluso continentes! También hay vehículos, no puedo precisar si se trata de automóviles. Sin embargo son sumamente modernos, y hasta aparece un avión surcando el espacio: es por demás estilizado y carece de ventanillas o de algo por el estilo. Su figura, así despojada, semeja una sombrita. ¡Y por ahí cruzan vías férreas! Y predominando entre esa nebulosa de edificios, aviones, y unos pocos cohetes, los continentes, las montañas, los valles y los ríos que se muestran, yo diría, en un quinto plano. En el primero se halla Jesús con sus rayos, y hacia el fondo lo que acabo de describir, pero separado por considerable distancia.
También procuro distinguir, aunque me resulta difícil, las flores que diviso. Podrían ser las de almendros, cerezos y durazneros porque sus colores son blancos, rosados y hasta casi celestes. Veo muy claramente sus estambres. Estas flores se encontrarían en un segundo o tercer plano, detrás del Señor. Es hermosísimo el color rosado que estoy viendo: no existe uno que en esta Tierra se le parezca. Un poco más acá, es decir, más adelante, hay pájaros con y sin colores, desplazándose entre las flores. Nada de lo descripto desentona ni atenúa la intensidad con que es dable observar el cuerpo y los rayos de Jesús en primer plano.
Abajo hay otros animales y vegetación, y hasta descubro uno que parece una comadreja. Esto me asombra, pero es así, tal como lo digo: una comadreja.
¡En este contexto, aves y animales aparecen difusos pero muy bellos, graciosos y colmados de ternura! Tengo la impresión de que los rayos del Señor inciden de manera portentosa sobre plantas y animales... Es como si la oveja pastara cerca del león o algo así...
¿Esta imagen de Jesús que tengo ante mí es la de un Jesús triunfante? No. Es la de un Jesús con sus llagas. Mirando bien... ahí están las de su frente, las de las espinas y ¡su corazón traspasado!
Su camisa, de escote en triángulo de unos cinco centímetros, tipo morley, más bien esponjosa, es casi transparente, se angosta un poco hasta superar la cintura y se extiende casi hasta las apófisis de sus muñecas, ajustándose en ellas. Hasta podría decir que veo sus músculos detrás de su camisa. Pero lo que contemplo con total claridad es su corazón. De esto no tengo dudas. En todo momento, el Señor es un hombre seguro de sí mismo y muy apuesto, que está vestido como una persona corriente que alterna con nosotros a diario. Si no estuviera allí con todos los rayos y todo el resto, nos encontraríamos con él en una calle cualquiera sin darnos cuenta de que él es el Señor...
Ahora los animales y las plantas reaparecen en sus respectivos planos, o sea, no delante sino detrás de él... Nada se le interpone: ni siquiera las flores, ni siquiera los rayos que se proyectan desde él... Ni siquiera todo un mundo en miniatura que semeja un espejismo. Ahora, todo eso lo veo difuso, siempre con sus distintos planos, con campos labrados, valles y montañas. Sin embargo, como ya lo dije, él no es el Jesús triunfante, el de los Últimos Tiempos sino ¡el Jesús que invita a trabajar!
10
Y ciertamente Él Mismo lo dice. Rectifico, se lo dice a Artemio, quien me lo trasmite, palabra por palabra, en medio de un silencio muy hondo que invita al recogimiento.
–Es perfecto lo que acabas de describir tan minuciosamente. Has puesto de relieve mi imagen: no la del Señor de los Últimos Tiempos, la del Señor triunfante, que llega con gran poder y gloria. No. Ahora soy un ser humano como cualquiera que puedas encontrar en la calle, en el campo o en aviones... Un hombre que, como sabes, posee una naturaleza dividida... pero un hombre.
Estos músculos que se adivinan detrás de mi ropa, no son una imagen estereotipada: se formaron en el trabajo. Si bien viajé muchas veces a distintos lugares del mundo conocido, también alternaba esos desplazamientos con los trabajos de carpintería de mi padre... hasta que él no estuvo más.
Sin embargo, alguien podría pensar: "Pero un carpintero por lo general no desarrolla esa musculatura". Y respondo: Adonde yo me dirigiera, en el mundo conocido y también en el desconocido, debía ganar mi sustento y, por eso, realicé los trabajos más diversos. Siempre fueron trabajos manuales y en ellos debí sacar a relucir mis fuerzas mientras hablaba con otros hombres sobre lo que ellos pensaban u opinaban. Yo quería conocerlo todo... porque mi Padre creó a todos con total libertad a pesar de los condicionamientos. Yo debía conocer todo eso; todo lo que los hombres pensaron e hicieron en libertad.
Es una pena que no hayan recogido todas estas cosas sobre mí. Sé que no es fácil. Suele prestarse a muchas confusiones y en mí nunca existió la idea de confundir sino la de aclarar. Además, sé que respecto de mi persona hubo recelos, malas interpretaciones y desfiguraciones de la verdad, pero es bien sabido que cuando algo no se sabe a fondo, entonces se da rienda suelta a la suposición y a la sospecha.
Artemio: ahora tienes el privilegio de verme como un hombre. Sé que en el mundo entero muchos me han visto tal como tú me ves... ¡pero no se dieron cuenta!
Espero que alguien pinte un cuadro con esto que estás viendo, pero que lo haga pronto. Para algunos será algo inconcebible y para otros, "increíble". No importa. Quienes tengan buena voluntad, corazón grande y mente despierta interpretarán esto como es debido. Quienes tengan ojos para ver, que vean, y quienes tienen oídos para oír, que oigan.
Si con el paso del tiempo los humanos cambiaron de vestimenta, ¿no debería Yo estar a tono con estos tiempos y con los lugares en los cuales me presento? Puedo seguir viniendo de esta forma o bien, con mi túnica. ¿Por qué no? ¡Para el caso es lo mismo! Pero ahora llego a todos de manera más concretamente perceptible: sigo siendo de Naturaleza Divina ¡pero también humano!
Quienes deseen ver y leer entre líneas, ¡háganlo! ¡Esto es así!
Esta imagen mía actual, sobre la Tierra, es más que un mensaje, ¡una Presencia!
12
Alguna vez, en algún lugar y en algún tiempo, soñé con ojos asombrosamente bellos que me cautivaban de manera tan honda que en ese instante yo era todo sentimiento y toda unción. Y en mi mente bullían estas palabras:
La mirada triste
de quien nos habla,
¡cuántas cosas nos dice
y cuántas calla!
Estos eran y siguen siendo mis delirios, pero siempre en un muy tiempo presente.
...Me sonríe.
Sus ojos son enormes, mansos, sensitivos. De un azul cielo difícil de igualar en otro ser tan puro.
Habla con un tono que trae reminiscencias de puertos muy lejanos.
El timbre de su voz evoca instantes mágicos en que las lágrimas tienen un color distinto, caprichoso, volátil.
Su piel genera, al tacto, la sensación de que, a través de ella, es posible tocar la risa de los niños.
Su cabello guarda una iridiscencia celestial y crea la ilusión de un mundo nuevo en el que las personas que se aman forman con sus miradas un arco iris triunfal que dura siglos...
No deja de sonreírme.
Sus ojos enormes, mansos, sensitivos, tienen un defecto. Uno solo. No ven... Y acaricio sus párpados, mientras mis labios musitan enternecidos:
–¡Si yo fuera Cristo! ¡Si yo fuera CRISTO! ¡SI YO FUERA CRISTO!
Esos sentimientos de amor purísimo surgieron en mí más de una vez. Sin embargo, doy gracias a la Providencia por estar en condiciones de dar a conocer cómo son los ojos del Señor que todo lo ven y también los de Su Madre, la Señora. ¡Cuán augusto privilegio! Los ojos de aquella niña ciega fueron para mi un deslumbramiento. Los que tuve la alegría de conocer por Artemio son el supremo descubrimiento de mi existencia...
–Los ojos de Jesús son azules con reflejos más claros. He buscado en cientos de colores pero ninguno encontré parecido.
No son grandes ni pequeños, pero parecen más grandes porque Él casi no parpadea.
A veces Sus ojos tienen un aire de ensimismamiento; otras, de participación; otras, de estupor; otras, de tristeza; otras, de sonriente alegría, como la de un niño.
Es verdad: Él sonríe con los ojos, y sus labios le acompañan en esa jovialidad tan suya. Sin embargo, nunca le vi los dientes porque, aunque entreabre los labios, los bigotes le cubren los dientes. Y lo aclaro: sus bigotes son bigotes, no sombras como aparecen en algunas estampas.
Tiene labios muy bien formados, que no son gruesos, y su barba –vuelvo a repetir lo que ya dije– no tiene dos puntas sino una sola, pero no tan puntiaguda. Si lo miro de perfil, sí lo es.
Hasta aquí lo que estoy viendo con mis propios ojos que ven con total nitidez lo que, de otra forma y en otra circunstancia, me sería imposible ver... ¡porque necesitaría ponerme los anteojos! Y a esta altura, dejo que sea el Señor mismo quien se describa:
–¿Cómo son mis ojos?
Son el reflejo de todo este mundo que vine a redimir.
Son los cielos y los mares.
Son las nubes y los vientos.
Son la flor que se abre,
o la hierba que crece, o el fruto que madura.
Tienen la candidez del animal que mira con ternura.
Tienen la humildad de todos los seres sencillos que habitan la Tierra.
Tienen el dolor de todas las razas oprimidas,
y el brillo opaco de quienes no aguardan un mañana...
Tienen la potente savia que hace nacer la existencia,
restaurar la vida degradada
y revivir la que está muerta...
Tienen el poder de enhebrar esperanza
en los sueños de todos los hombres.
Tienen todos los Sueños del Padre
cuando pensó en sus hijos para redimirlos.
Tienen todo el Amor del Espíritu
para esparcirlo por valles y montañas,
por aldeas y megápolis,
en cielos abiertos y en inmensidades galácticas,
para proteger cuanto crece,
para endulzar la vida de todo lo que se mueve sobre la Tierra.
Tienen la energía del Amor
para enfervorizar los corazones
y entonar alabanzas por todo tiempo y eternidad.
Y ahora me preguntas: ¿cómo son los ojos de mi Madre?
Y te respondo:
–Ella dijo una vez que tiene tantos rostros como ojos que la miran.
Sin embargo, yo, su hijo, empecé a ver sus ojos
desde el instante mismo en que ella, sumisa, exclama:
"¡He aquí la esclava...!"
Entonces sus ojos se llenaron de lágrimas...
de alegría, fervor, dulzura, amor...
Esas lágrimas eran un río de miel derramándose
sobre la humanidad doliente.
¿Cuál es el hijo que no mira con ternura los ojos de su madre?
Mas en este caso, los suyos
eran una manifestación del Amor del Padre.
Jamás el ser humano, por más docto que sea,
podrá hablar con propiedad de los ojos de mi Madre.
¿Puede alguien definir humanamente la entrega total?
¿Puede alguien comentar con exactitud la Fuente de la Vida?
¿Acaso puede alguien describir el Amor Infinito
de quien fue cofre sagrado del Amor por excelencia?
¿Puede alguien expresar verbalmente la Nueva Alianza
de Dios con los hombres?
¿Puede alguien referirse a un color en especial cuando Ella refleja
el color de todas las criaturas sobre la Tierra?
¿Cuáles eran Sus colores cuando me acunaba
en los primeros instantes de mi vida? ¿Cuáles en la Presentación
en el Templo? ¿O en mis juegos cotidianos? ¿O ante la perplejidad
de los Doctores de la Ley? ¿O antes de esto, a la luz del fuego,
en un oasis durante la huida a Egipto?
¡Describir sus ojos! ¿Cómo podría describir su mirada
cuando me veía partir hacia lejanas tierras para ocuparme
de las cosas de mi Padre y acrecentar mi sabiduría
para cuando llegara mi hora?
¿Y qué decir de aquel tiempo en el que, entre la multitud
y caído, yo contemplaba su mirada?
Nublada mi vista por la tierra y la sangre, yo la veía
llorando desolada y abrazando a Juan...
Basta con que alguien piense seriamente en los angustiados ojos
de mi Madre al verme morir crucificado
para que oriente, de una vez por todas, su existencia
hacia sus hermanos y sea consciente de lo que significa
la Bondad sobre la Tierra.
Los ojos de mi Madre son Redención de la humanidad toda
en la mirada de una Mujer...
13
Don Artemio Félix Amero nació el 1º de agosto de 1937 y su domicilio permanente es: calle 9 de Julio nº 1162, Justiniano Posse, Provincia de Córdoba, República Argentina. Fueron sus padres Emilio Amero y Josefa Adelini Berdini, de cuya cristiana unión nacieron tres hermanos mayores que él: Rosa Nicolina, Juan y Víctor Nazareno. Sus padres ya fallecieron, y su hermana mayor, Rosa Nicolina, murió el 20 de mayo de este año 2000.
Un sello distintivo de la personalidad de Don Artemio es su peculiar modestia. Nunca habla de sí y procura, en todo momento, mostrarse tal cual es: sencillo, franco, laborioso, siempre dispuesto a escuchar y, por sobre todo, dotado de una singular mansedumbre. Su formación es de raigambre profundamente cristiana, de lo cual nunca abjuró en su larga trayectoria como educador –profesor de filosofía y pedagogía– en colegios laicos y religiosos.
Lector infatigable y minucioso, no son ajenos a él escritos de variadísima fuente, entre los que es dable citar a los Padres de los primeros siglos, Justino, Agustín, Boecio, Plotino, Teresa de Ávila, Teresita de Lisieux, Francisco Javier, Faustina, Madre Teresa, Juan Bautista Vianney, Juan Bosco, Juan XXIII (encíclicas), Sören Kierkegaard, Gabriel Marcel, Emanuel Mounier, Eduardo Pironio, Emiliano Tardi, Mandrioni, Arturo Paoli... Sin embargo, sería temerario poner un rótulo a Don Artemio, cuyo lema sustancial parecería, sobre todo, Caridad, Luz del Espíritu Santo y Libertad, y cuyo testimonio aparece claramente en todas y cada una de sus obras: Camino del Invierno, Apenas un Largo Momento, Palabras Compartidas y Apenas un Rumor. Sobre él dan fe las personas mencionadas al final de esta obra.
14
Las apariciones de Jesús y María, de cuya inusitada frecuencia esta obra deja constancia específica, tienen lugar en la casa de Don Artemio (con Jesús a veces sentado en su cama y, en ocasiones, con María sentada en la cama de al lado, o bien con Jesús sentado en un sillón). Según lo refiere Don Artemio, es estremecedora la escena en la que María, se saca el corazón y lo deposita en el pecho de Artemio, diciéndole: "Quiero venerar en tu pecho el Corazón de la Madre de Dios".
Una característica corriente de la constante conducta de Don Artemio es que en todo momento se abstiene de formular interpretaciones sobre sus propias "experiencias" o de sacar conclusiones apresuradas sobre muchas "locuciones" cuyo significado es a veces enigmático.
No conoce a Don Artemio como es debido quien se aventure a afirmar que los sucesos que aquí se refieren son producto de la imaginación, alucinaciones, invenciones o supercherías. Un Grupo de Oración fue testigo de los Mensajes, y no está de más dar los nombres de sus integrantes:
Hugo Rubino, María Esther de Rubino, Rosa A. de Cerrato,
Carmen Postigues, Margarita Acevedo,
Silvia Biga (vio las apariciones, pero no escuchó),
Marisa Martino, Irene de Amero, Mirta Marilongo,
Isabel Cabrera, Graciela Lezcano de Alarcón, Oscar Alarcón, Patricia Aguilar, Orlando Baquiel, Cristina de Alocco, Lidas Medina,
Norma Mariotti, Liliana Giacomini, Cristina de Pelagagge,
Marcelo Pelagagge, Marta Torti de Clotti y Viviana Carena.
Corresponde citar las siguientes apariciones que a menudo son sorprendentemente conjuntas y complementarias:
Benito de Nursia, Santa Rita, Teresita de Lisieux,
Teresa de Ávila, Francisco de Asís,
Francisco Javier, Antonio Abad, Artemio, Martín de Porres,
Madre Teresa de Calcuta,
Emiliano Tardiff, Eduardo Pironio, Padre Pío,
Santa Faustina, San Pedro, San Juan,
San Roque, San Antonio, San Maximiliano Kobbe,
San Expedito y Santa Clara de Asís...
Estos sucesos que, por sus características, no encuadran dentro de lo que la mente racional denomina "normal", coinciden enteramente con otros hechos espirituales similares correspondientes a seres humanos esclarecidamente dotados de una percepción genuinamente paranormal. Quienes hayan estudiado las biografías de personas de esta talla coincidirán en que los designios de Dios son inescrutables y que sus vías de aproximación al ser humano son maravillosas.
Don Artemio no es un asceta ni vive recluido. Alterna con la gente. En Justiniano Posse se le conoce, reconoce y admira. Su presencia genera un sentimiento de gratitud porque, en lo más íntimo, quienes saben de él, comprenden que su presencia, además de grata, es beneficiosa para sus conciudadanos. Él tiene esa "antena" especial que le permite comunicarse de manera especial con Seres que no son de este mundo pero que, como los Ángeles y Arcángeles, están muy próximos a nosotros y son muy caros a nuestra tradición y a nuestra historia. Es cierto, hablar de "estas cosas" es más que un compromiso. Implica el riesgo de despertar recelo, burla, incredulidad o insulto. Y a pesar de que, por su irrefutable modestia, Don Artemio no pregona lo que él "ve, escucha y palpa" sino que lo comenta con circunspección y sencillez, sabe del dolor que sus "dotes" le acarrean. Más de una vez ha sufrido en carne propia, aunque fuera en parte, lo que padeció el Maestro... Y entonces, tomando como propias las palabras del poeta, Don Artemio musita:
"Y Cristo, como tú también yo tuve
Un Judas Iscariote y un Longinos
Que clavaba su lanza en mi costado
Mientras sus labios me decían: ¡Amigo!"
A esta altura creo imperioso repetir lo que hace años yo escribiera: Jesús tiene vigencia desde hace siglos, y la seguirá teniendo, mientras el corazón humano se exalte con lo sublime, se enfervorice ante la caridad y se estimule mediante la realización auténtica de la bondad y el bien.
Jesús vio todo, disculpó mucho y corrigió poco. Dejó que la enmienda corriera por cuenta del propio discípulo leal, "desaprendiendo" lo malo y construyendo y reconstruyendo constantemente lo noble y puro que hay en uno mismo. Fue un verdadero Maestro. Su palabra recorrió las edades, se anidó en todas las civilizaciones, se perpetuó en todas las lenguas. Suman millones los que le creen Dios, y también suman millones quienes le consideran Hombre Beneficiosamente Torrencial, Humano Dechado... Cualquiera que sea la postura confesional de sus adoradores, admiradores, exegetas o seguidores, su personalidad adquiere gigantescas proporciones en Occidente, pues es aquí donde los dichos y enseñanzas del Maestro más se recuerdan, repiten y reproducen por escrito.
Bueno sería preguntarse si el largo tiempo transcurrido desde la muerte de Jesús permitió que su Mensaje calase con suficiente profundidad para convertirse en vida cristiana realmente vivida como tal. Es probable que la respuesta sea un no categórico. Jesús es una Figura a cuyo alrededor se volcaron ríos de tinta y montañas de papel para ensalzarlo e interpretarlo. Por desgracia, su imitación real deja aún muchísimo que desear. Los pueblos que se denominan cristianos no se han esmerado en aplicar Su doctrina. Más bien parecería que la palabra del Maestro fue muy útil para escudar perfidias, disimular aún más la hipocresía, blandir amenazas y bendecir armas en uno y otro bando invocando su Santo Nombre.
No es extraño todo esto. La personalidad de Jesús fue, en su tiempo, "contra la corriente". Si ahora estuviera entre nosotros, de carne y hueso, ¿seguiría en igual posición? ¡Con absoluta seguridad! Por eso no debe asombrarnos que haya terminado crucificado. Hoy en día quizá variarían los métodos de su eliminación física: bomba, veneno, fusilamiento, ataque alevoso con metralla... ¿Quién sabe?
A medida que se amontonan libros sobre moral, ética y ciencia, cada vez más se da la espalda a quien se definió como Camino, Verdad y Vida. Lo espiritual se mira de reojo y se comenta en voz baja, a hurtadillas, "no sea que nos tomen por locos". ¿La amenaza de un Armagedón nuclear inducirá a la mayoría a acordarse "a las cansadas" de Dios? Es muy probable que no. Los medios de comunicación masiva son en la actualidad la implacable "droga de drogas" que hunde a la humanidad en desenfrenada información que no se asimila, en desaforado "¿qué me importa?", en aplastante "todo es válido" y en desenfrenada sexualidad exhibicionista y pervertida que ni siquiera puede compararse con la del acoplamiento de bestias.
Los tiempos de dura prueba han sido muchos. Los instantes cruciales de la historia de la humanidad se han repetido con velocidad que pasma. Y pese a todo, el mensaje de Jesús sigue cristalizado, en cierta medida, por nuestra propia actitud y nuestra propia decisión. Hay mucha dialéctica, mucha expresión verbalizada, mucha pose religiosa pero lamentablemente, tras la pompa ficticia, quedan cenizas de hastío, decadencia espiritual y pánico "por lo que vendrá".
¡Bendita sea la hora en que Don Artemio Félix Amero comenzó a dar testimonio de sus videncias y de estas estupendas locuciones que aquí reproducimos asombrados por su "explosiva sencillez". Esto es lo que el lector descubrirá en ellas: apabullante sencillez, tan espontánea como el amor que él siente por las plantas, las flores y los animales. Le acompañan permanentemente seis peritos: Negrita, una chihuahua "que ve" al Señor; Alhelí, hija de negrita, que salta al sillón en el que Jesús se sienta y baja cuando éste la bendice; Violeta, que "Lo ve" siempre; Benito, el bajío y largo, Frutilla y Simón, que "también Lo ven". Samaritano de alguna manera está ahora permanentemente con el Señor: Samaritano "no sólo Lo veía, sino que también lamía y limpiaba las heridas de Jesús"...
Don Atrevió encarna, a todas luces, el decir de un niño y de un hombre, y una esperanza en acción La suya no es humildad prestada. Conserva una coherencia que pasma. Es un ejemplo dignamente imitable como "laico consagrado". Nos llama atención sobre las espinas que Jesús todavía tiene clavadas: la de la separatividad humana, la del hambre consentido (¿o fomentado?) por los grandes de la tierra, la de la miseria y la de la segregación racial. Sin embargo, estas locuciones ponen de manifiesto un aspecto entrañable y enternecedor: el de un Jesús que nos invita a contemplarlo entera e inconfundiblemente humano para que realmente "no nos cristianicemos" sino que nos "humanicemos como Él" a fin de convertirnos en verdaderos factores de transformación superior.
Por último, mi agradecimiento a quienes tuvieron la gentileza de hacerme llegar las preguntas que aparecen en el capítulo titulado "El Señor responde": A. S. T., M. F. (Chichita), M. E. F. (Matucha), S. G. T. y S. J.
Por último y en no menor medida, mi amorosa gratitud a Graciela Bosch por las ilustraciones que aparecerán en esta obra, si Don Artemio así lo autoriza, y por la dulce compañía que Graciela me brinda constantemente en mis aventuras del alma. Esta es una de ellas.
Héctor V. Morel
Barrio del Once – Buenos Aires
22 de Setiembre de 2000